No me toques la paella
Fotografía: Jan Harenburg (CC).
Cuentan los viejos del lugar que hubo una vez un chiringuito en el que se sirvió un plato de paella que no marinaba langostinos y pollo. Eso fue hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy lejana.
Aún hoy perduran los bares playeros setenteros donde se atenta contra el plato valenciano más internacional que ha habido y habrá, y que se ha convertido en la verdadera enseña nacional, superando himnos y banderas. En este tipo de restaurantes malditos se siguen sirviendo las mal llamadas paellas, que desafían los principios básicos del maestro cocinero valenciano. Porque, que quede claro desde el principio, es cocinero, no cocinera. La paella la hace el macho alfa de la manada. Nadie más. El macho de mayor rango es reconocido por la familia como el auténtico paellero, el único que tiene derecho a cocinar la paella para el resto de la tribu. Solamente en su ausencia, y por razones más que justificadas, el joven macho que aspira a ser maestro en temas paelleros tendrá la osadía de intentar emular al ascendente dominante. En el momento mágico de la cata, el resto del clan reconocerá las habilidades aprendidas por el aspirante, pero loarán, no sin cierto pudor, la paella que hubiera, o hubiese realizado, el macho dominante ausente.
Pero empecemos por el principio. La paella se llama paella. Es decir, el utensilio donde se cocina. El plato toma el nombre del propio recipiente, que significa «sartén» en valenciano. Si el cocinero oye la palabra «paellera» con total seguridad un escalofrío recorrerá su espalda, y tal vez una mirada compungida señalará a aquel que haya osado no llamar las cosas por su nombre.