Articulo de Ignacio Vasallo | EL OESTE DE MADAGASCAR

                                   EL OESTE DE MADAGASCAR

  

El Indico, los baobabs, la sabana, lugares típicos del imaginativo y sedentario Salgari. El oeste de Madagascar, allí donde solo viajan los turistas más intrépidos, donde casi no hay carreteras asfaltadas y los viajes tienen que hacerse por pistas o dunas en todoterrenos que tienen que ser alquilados  a las escasas agencias autorizadas con su correspondiente conductor. Hay que viajar en caravana para poder solventar cualquier, no infrecuente, percance con el coche y, el algunas zonas, con la protección de la gendarmería. Y sobre todo hay que viajar entre marzo y octubre para evitar la temporada de lluvias que embarra las pistas e impide la circulación de vehículos a motor. 

A cambio paisajes imposibles, playas vírgenes infinitas, poblados inauditos y personajes europeos sacados directamente de cualquier novela de Graham Greene .

Se puede ir desde Antananarivo por carretera, las pocas que hay son radiales, pero hace falta un par de  días para llegar a Morandaba , por lo que , a pesar del precio – unos trescientos euros – es recomendable el viaje en avión.   

Cada desplazamiento  local de unos doscientos kilómetros exige entre diez y doce de dura ruta sin duda con la compensación  de poder contemplar paisajes de belleza única. 

Al norte de Morondaba  se busca alojamiento en Bekopaka  para visitar el Parque Nacional del  Tsingy de Bemaraha con sus increíbles farallones de piedra caliza, calificado de Patrimonio Mundial de la Naturaleza por la Unesco. La más conocida de las visitas guiadas, un circuito de tres kilómetros, que exige un par de horas, pone a prueba la capacidad de resistencia del turista que puede necesitar beber hasta tres litros de agua para no deshidratarse .

De regreso es imprescindible la parada al atardecer en la “Avenida de los baobabs“, el lugar más fotografiado de la Isla en la que un par de docenas de enormes y ancianos ejemplares aguardan la puesta de sol para que su imagen penetre en los hogares de los osados viajeros .

Siguiendo hacia el sur hacen falta cerca de doce horas amenizadas con paradas, cuando se cruzan zonas tribales, provocadas por barreras de un modesto tronco controladas por el encargado local que, sin ninguna agresividad, cobra el informal peaje de un euro por automóvil, que bien puede ser el único ingreso monetario de la aldea, complementado por la venta de cocos, listos para beber a veinticinco céntimos la unidad.

El increíble destino es Belo Sur Mer- buena mezcla franco lusa- donde algunos pueden pensar que han encontrado el paraíso, impresión que se confirma si se lanzan al paseo realmente matutino por la inacabable playa que nunca habíamos pensado que existiera, mientras los primeros pescadores meten sus piraguas en el mar. Al fondo la barrera de coral  en medio de bellas aguas turquesas. Los aficionados a la fotografía no dan abasto. Para mayor satisfacción de los escasos turistas existen algunas facilidades para el buceo y el “ esnorquel “. Son muchos los que inevitablemente piensan que quieren quedarse al menos un par de semanas , aunque a veces tengan reparos al darse cuenta de que el paupérrimo “wifi“ solo funciona -unas pocas horas al día- en el comedor o en la recepción, lo mismo que el agua y la electricidad. Afortunadamente el repelente de mosquitos cumple su misión.

Siguiendo la ruta hacen falta de nuevo doce horas por caminos imposibles para llegar a Morombe, en un viaje fascinante a través de la pampa malgache con miles de baobabs de todo tipo, enorme y ancianos, jóvenes y alegres, embarazados, aparejados,  provocadores, enanos, según el nivel de agua que puedan acumular durante la temporada de las lluvias. Hay un momento en el que lo único que importa es la captura fotográfica del que nos parece más atractivo hasta que aparece el siguiente que lo es aún más.

Pero cuando parece que ya no caben más emociones tenemos que cruzar el ancho y poco profundo rio Mangoky en barcazas, en las que caben un par de coches, arrastradas  a manos por una decena de agentes locales con largas y poderosas cuerdas, en una operación que dura casi una hora y que es resultado de un “ludismo” a la africana, puesto que la barcaza a motor que debía realizar esa función lleva, “inexplicablemente”, seis meses averiada y así la colla puede embolsarse una docena de euros por cada travesía que aprovechan los locales para cruzar el rio gratuitamente y en la que pueden verse escenas inimaginables como la de la madre con un par de hijas y algunos hatillos de uno de los cuales saca una modesta taza con la que beben las tres el agua marrón del rio. Al descender la madre carga en la cabeza con el hatillo más pesado mientras que la hija mayor de unos seis o siete años lo hace con otro más ligero mientras lleva de la mano a la más pequeña de unos tres años, en busca de la supervivencia diaria. Es imposible no emocionarse.  

La siguiente etapa nos lleva camino de Ifaty con vistas al Índico solitario  a través de dunas que impiden circular a más de veinte por hora, de nuevo diez o doce horas, con vistas de una belleza que casi produce dolor.

Ifaty es muy bello, qué duda cabe, pero es una ciudad en toda regla, a la africana claro, con algún restaurante magnífico donde degustar todo tipo de mariscos y con electricidad y “wifi” en los hoteles.  A los turistas europeos se suman algunos locales de las clases pudientes.

El vecino aeropuerto para el regreso a Tana se encuentra en Tulear , la capital del zafiro, pero supongo que ya conocerán el dicho inglés de que las piedras son más falsas según nos vamos acercando a la mina. Sin embargo Madagascar parece más real según nos aproximamos a España. 

 

    

 

 

  • gnacio Vasallo

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