Puede sonar de lo menos apetitoso, pero es probable que más pronto que tarde acabe siendo común en los menús de cualquier establecimiento de comida rápida que se precie. Eso si queremos seguir formando parte de un planeta cada vez más superpoblado y con menos recursos disponibles. Lo dice la FAO, una organización que hace ya una década publicó un informe en el que alertaba que la industria ganadera es responsable de decenas de gigatoneladas de CO2 al año, además del 50% de todo el metano de origen humano. Y lo dice el sentido común, pues si queremos seguir alimentando al mundo, no nos quedará otra que transformar los sistemas alimentarios actuales, y eso pasa sí o sí por encontrar alternativas proteicas a la carne.
Hasta aquí la teoría. Porque está claro que cambiar una tapa de jamón de bellota por un surtido de grillos o gusanos de la harina no va a ser una tarea nada fácil. Para ponernos en situación, hasta la fecha, la Unión Europea ha dado luz verde al consumo de cuatro especies: la larva del gusano de la harina (Tenebrio molitor), entera o en polvo; la langosta migratoria (Locusta migratoria), como producto seco, congelado y en polvo; el grillo doméstico (Acheta domesticus), entero o en polvo, y las larvas de escarabajo (Alphitobius diaperinus), congeladas o liofilizadas, para usarla como ingrediente de ciertos alimentos, como pueden ser barritas de cereales, productos de panadería o análogos a la carne. Artículos inexistentes en los menús de los restaurantes (salvo unos pocos especializados) y en los lineales de las grandes cadenas de supermercados.
Y es que cambiar de hábitos alimentarios no es como cambiar de jersey. Nuestras apetencias culinarias dependen en gran parte de las referencias culturales, y eso no se cambia de un día para otro. Pero del mismo modo que hace 30 años para muchos de nosotros era impensable reservar mesa en un restaurante para comer pescado crudo, es posible que en unas décadas (o incluso menos) podamos encontrar en la carta de tapas larvas de gusano de la harina a la plancha con salsa brava. Recientemente, hablamos de la incorporación de insectos a nuestra dieta con Marta Ros, tecnóloga de los alimentos especializada en consumo de insectos, quien nos explicaba que “comer insectos es una aberración en occidente debido a una cuestión cultural, pero ello tiende a disminuir en las generaciones más jóvenes”. Según la experta, nuestra percepción es que son productos de baja calidad asociada a alimentos en mal estado criados en entornos con falta de higiene. Algo que no siempre es así, pues, en realidad, los insectos habitan en muchos ecosistemas, e incluso forman parte de las dietas de animales de los que nos alimentamos habitualmente.
Si queremos promocionar el consumo de insectos, nada como destacar su alto valor ecológico. Para empezar, exigen muchísimos menos recursos que la carne de vacuno, tanto en uso del suelo como en cantidad de agua necesaria para su producción. Para hacernos una idea, por cada gramo de proteína producida, los insectos consumen 23 litros de agua, mientras que la ternera requeriría de 112. En otras palabras, crecen más rápido, consumen muy poco y ocupan mucho menos espacio. Además, tienen un alto valor nutritivo: son una fuente importante de aminoácidos, contienen un alto valor proteico de calidad y grasas poliinsaturadas, como el omega-3, por lo que también sirven como alternativa al pescado. Por si fuera poco, Ros nos avanzó que en sus últimos estudios han descubierto que el consumo de insectos tiene efectos antioxidantes, e incluso disminuye los niveles de colesterol. A lo mejor así empezamos a mirar con otros ojos este abundante manjar que la naturaleza pone a nuestra disposición y no le hacemos ascos a la idea de comernos una buena hamburguesa de gusanos acompañada de un snack de grillos. ¿Quién se anima primero?
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