Historia, raza, ciencia de Josep Maria Casals | NG Historia
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Jueves 23 de septiembre de 2021 |
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Historia, raza, ciencia |
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Flower children, «los niños de las flores», era una manera de referirse a los hippies, los jóvenes que abogaban por la no violencia y el amor en unos Estados Unidos que pasaban por el trauma de la guerra de Vietnam; uno de sus eslóganes era «Haz el amor, no la guerra». Flower power, «el poder de las flores», era otra expresión para aludir a la resistencia pasiva y a la actitud no violenta de oposición a la contienda. No es extraño que el arqueólogo norteamericano Ralph Solecki subtitulara como The First Flower People, «El primer pueblo de las flores», el libro que en 1971 dedicó a sus excavaciones en Shanidar (Irak), donde descubrió enterramientos de neandertales que habían recibido flores como ofrenda, lo que dotaba a nuestros congéneres extinguidos de una delicada pátina de sensibilidad. En el artículo que este mes dedicamos a la extinción de los neandertales, el arqueólogo Antonio Rodríguez-Hidalgo, del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social, señala que lo único que parece seguro sobre esta debatida cuestión es que los neandertales no desaparecieron porque nosotros, los Homo sapiens, termináramos físicamente con ellos, con aquel «pueblo de las flores». La obra de Solecki marcó un hito en el proceso de humanización de los neandertales, que en los últimos ochenta años los ha alejado definitivamente de la imagen simiesca que un día se les adjudicó. Ahora no sólo les atribuimos una dimensión simbólica e incluso ritual que antes se les negaba, sino que nos reconocemos en ellos, especialmente en las reconstrucciones de artistas especializados como las que el lector descubrirá en este número de la revista. Sus gestos y sus miradas nos resultan tan próximos y familiares que no parece que 40.000 años nos separen del último de su especie. ¿Sintieron nuestros antepasados sapiens la misma familiaridad, la misma sensación de proximidad, cuando se encontraron cara a cara con esta otra especie humana? Si atendemos a los resultados de aquel encuentro, la respuesta es que sí, como lo certifica el que llevemos entre un uno y un cuatro por ciento de ADN neandertal en nuestro genoma. Es seguro, pues, que entre nosotros y ellos hubo algo que va mucho más allá de la afinidad: hubo (bastante) intimidad, la misma que podría darse entre dos seres humanos cualesquiera. Aunque, claro, la cuestión es a qué llamamos «ser humano». La bóveda craneal descubierta en el valle de Neander (Alemania) y que da nombre a los neandertales apareció a mediados del siglo XIX, la era de la expansión colonial, una época en que el racismo impregnaba la historia, la filosofía, la religión y también la ciencia; una época en que el género humano se concebía según una escala ascendente en cuya cima se situaba el hombre blanco occidental. No es extraño, pues, que el biólogo británico Thomas Henry Huxley, al escribir en 1863 sobre aquel desconcertante fragmento de cráneo, inequívocamente humano pero con una frente huidiza y unos fuertes rebordes óseos sobre los ojos, anotara que “de hecho, aunque en verdad es el más pitecoide [parecido al de un simio] de los cráneos humanos conocidos, el cráneo de Neandertal no está tan aislado como parece al principio, sino que forma, en realidad, el término extremo de una serie que conduce gradualmente desde él hasta el más elevado y mejor desarrollado de los cráneos humanos”. Como los cráneos de la selecta audiencia a la que se dirigía, podríamos añadir. Huxley hallaba “varios puntos de similitud entre el cráneo neandertal y ciertos cráneos australianos”, y la elección de este término de comparación tiene un sentido muy concreto, porque en aquel entonces la llamada Gran Cadena del Ser, basada en un ordenamiento jerárquico de las formas de vida (y que no fue rechazada por los evolucionistas del siglo XIX), clasificaba a los humanos desde los más cercanos a los "brutos" –los animales– hasta los más civilizados. Y los pueblos que competían por puestos más bajos de esa cadena eran los hotentotes, los bosquimanos y los aborígenes australianos, que Huxley escogió como los seres humanos vivos más primitivos. Huxley proyectó hacia el pasado más profundo esa visión jerárquica de los grupos humanos, teñida de racismo. Pero sus contemporáneos parecía que pudieran comprobar la existencia de aquella escala simplemente yendo a visitar uno de los muchos zoos humanos –sí, han leído bien– donde, con motivo de exposiciones internacionales o simplemente como negocio, se exhibía a miembros de pueblos africanos, asiáticos o americanos en entornos que recreaban su país natal. El historiador italiano Matteo Dalena nos ofrece en este número una breve historia de esa lamentable práctica, de la que en 1993 emergió un sorprendente testimonio. Aquel año, en el sótano de una funeraria de Cleveland (Ohio) que había cerrado, se halló el cuerpo momificado de un aborigen australiano: Tambo, como se lo había llamado en inglés. Era uno de los 17 aborígenes –hombres, mujeres y niños– que fueron reclutados para el Barnum & Bailey Circus durante las décadas de 1880 y 1890. Su historia empezó en 1883 en las islas Hinchinbrook y Palm, en la costa del estado australiano de Queensland, adonde había ido Robert A. Cunningham en busca de personajes para un nuevo espectáculo del circo: el Congreso Etnológico de Tribus Exóticas. Deseaba añadir unos nativos australianos a su colección, que ya incluía a zulúes y nubios de África, a gentes del pueblo toda de la India y a sioux de Estados Unidos. ¿Cómo se hizo con ellos? No se sabe qué les ofreció, pero la cuestión es que aquel año seis hombres, dos mujeres y un muchacho del clan wulguru viajaron desde la costa norte de Australia hasta la lejana Chicago. Allí, presentados como unos improbables “caníbales australianos”, actuaron en compañía del elefante Jumbo, bailando, cantando y lanzando bumeranes. Sólo el primer día acudió una muchedumbre inmensa a contemplarlos: más de 30.000 personas. Tambo y sus compañeros nunca habían visto un elefante y jamás habían estado ante semejante multitud. El choque cultural que experimentaron debió de ser terrible. Fueron paseados por todo tipo de ferias y dime museums, “museos de diez centavos”, como se conocía a estas instituciones por el precio de su entrada, al alcance de un público popular. Allí eran una atracción más junto a todo tipo de freaks (“fenómenos”): mujeres barbudas, enanos, gigantes... También fueron llevados a Europa y a Rusia. Se cree que Tambo murió de tuberculosis o de neumonía apenas un año después de dejar Australia. Sus restos fueron objeto de una última indignidad: antes de que sus compañeros de infortunio pudieran completar los ritos fúnebres, se llevaron su cuerpo, que fue embalsamado y exhibido en el Drew’s Dime Museum y otros lugares de Cleveland hasta bien entrado el siglo XX. Uno a uno, los miembros del grupo cayeron enfermos y murieron. En 1885 sólo quedaban tres: Jenny, su hijo Toby, y Billy, que, según se cree, regresaron a Australia con Cunningham. Éste volvió a Queensland en 1892 para reclutar un nuevo grupo de ocho aborígenes, pero los tiempos de gloria de los museos de diez centavos estadounidenses ya habían quedado atrás, y las actuaciones de los nuevos caníbales tuvieron menos éxito. Se ignora el destino de seis de ellos, que posiblemente murieron; los dos restantes fueron devueltos a Australia, donde se pierde su pista. Tambo no regresó a casa hasta 1994, 110 años después de marchar a Estados Unidos, y fue enterrado en Palm Island, su tierra natal, en el curso de una ceremonia tradicional dirigida por un descendiente de su familia. Salta a la vista que el siglo XIX estuvo caracterizado en Occidente por la idea de la superioridad del hombre blanco. Pero ¿acaso no sucedía lo mismo, por ejemplo, en la Antigüedad? No, si atendemos a lo que explica Javier Gómez Espelosín, catedrático de la Universidad de Alcalá, en su artículo dedicado a los griegos y los bárbaros en este mismo número: los griegos eran xenófobos, y llamaban bárbaros (ellos inventaron este término) a quienes no compartían su lengua, su concepción del mundo y sus costumbres, pero no eran racistas. El color de la piel, el más evidente de los atributos humanos en que se basó el racismo surgido en el siglo XIX, no les importaba; como señala nuestro autor, tenían por modelo de belleza a los etíopes… También los romanos fueron xenófobos, pero no racistas. Su imperio acogía a ciudadanos de muy diferente origen étnico, aunque las representaciones del mundo romano en el arte occidental y en la cultura de masas los hayan hecho tan blancos como los bustos de mármol que se conservan en los museos. No es extraño que la aparición de un legionario romano negro en una serie didáctica de la BBC dedicada a los niños levantara una polémica en Twitter, cuando se acusó a esta institución de distorsionar la verdad para promover una imagen de Britania más acorde con la corrección política que con el pasado histórico. En realidad, el racismo tal como lo conocemos hoy –como una doctrina que propugna la desigualdad de las razas humanas, utilizada para justificar la explotación económica, la segregación social e incluso la destrucción física de un grupo humano– surgió en el siglo XIX. El siglo, por ejemplo, en el que la prensa estadounidense caricaturizaba y deshumanizaba en sus viñetas a emigrantes irlandeses, italianos o chinos, representantes del “peligro amarillo”, aunque esta expresión –contra lo que se suele creer– no se refería en su origen a China, sino a su enemigo mortal, Japón. Fue el káiser Guillermo II quien, en una entrevista concedida el 19 de julio de 1908 al periodista estadounidense William Bayard Hale, acuñó esta fórmula para referirse a lo que consideraba una amenaza para Occidente: un Japón que incorporase China a su imperio asiático. En esa misma entrevista, el emperador de Alemania afirmaba sin tapujos que “el futuro pertenece a la raza blanca. Pertenece al angloteutón, al hombre que vino del norte de Europa”. Y remachaba: “No pertenece al amarillo, ni al negro, ni al aceitunado. Pertenece al hombre de piel clara, y pertenece al cristianismo y al protestantismo. Somos las únicas personas que podemos salvarlo. Ninguna otra civilización o religión puede salvar a la humanidad. ¡El futuro nos pertenece!”. Quien pronunciaba estas palabras era el mismo hombre que ocho años atrás había hablado así a sus soldados, enviados a reprimir la revuelta nacionalista de los bóxers chinos junto con tropas de otros ocho países (entre ellos Japón): “Hace mil años, los hunos del rey Atila se forjaron una fama que aún perdura en la memoria y en las leyendas. ¡Que el nombre de los alemanes adquiera en China la misma reputación, de tal modo que ningún chino se atreva jamás a mirar a un alemán con desprecio!”. En aquella ocasión, la victoria fue fácil: a los invasores sólo se les oponían un débil ejército chino y unas bandas armadas -los bóxers- que fiaban su poder a prácticas mágicas. En la sección Historia Visual de este mes ofrecemos un testimonio de aquella China amenazada por la rapacidad de las potencias coloniales: un artículo dedicado a la emperatriz Cixí, del que los suscriptores podrán encontrar una versión ampliada en nuestra web, con muchas más fotos. ¡Que disfruten de la lectura y de este otoño en el que acabamos de entrar! Josep Maria Casals
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