

En un extremo, Savile Row. En el otro, el postpunk. Y entre estos dos extremos, lo británico. Ese acertijo. No hay en toda Europa una sociedad en la que las fronteras de clase, las fronteras culturales, sean tan infranqueables. Hasta en el acento y en el léxico, en el modo de pronunciar las mismas palabras, las distancias son gigantescas. Las marcas que señalan la procedencia social son terriblemente visibles. Eton a un lado, y los bloques de pisos municipales al otro. La hípica y el cricket para unos, el fútbol para los demás. La City, el bombín, la camisa azul celeste con cuello blanco y corbata de nudo ancho para unos, y el pelo en cresta verde y la ropa de cuarta mano para otros.
Al igual que en la metafísica derivada de las ideas y prácticas de la alquimia, este paisaje de extremos tiene una coherencia notable. Y me gusta precisamente porque logra combinar, aparentemente sin esfuerzo, este universo de extremos, hasta el punto de convertir la contradicción en una forma de vivir y hasta de convivir, en el sentido más fuerte de la palabra, encomiable y envidiable.
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