Me llamo Plinio Segundo y estoy ayudando en la evacuación de Pompeya

 

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Jueves 28 de octubre de 2021
Plinio el Viejo

Plinio el Viejo

Comandante de la flota imperial romana

Me llamo Plinio Segundo y estoy ayudando en la evacuación de Pompeya

 

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[Carta perdida de Plinio el Viejo a su sobrino Plinio el Joven durante la erupción del Vesubio, en el año 79 d.C. Texto: Àlex Sala] 
Durante la erupción del Vesubio, el escritor y naturalista Plinio el Viejo era comandante de la flota imperial amarrada en Miseno, al norte de la bahía de Nápoles, y organizó una expedición para estudiar el suceso de cerca y para rescatar a la gente que intentaba huir.
  

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Querido sobrino,

Ayer partía del puerto de Miseno y hoy te escribo estas líneas desde Estabia, al otro lado de la bahía, donde, me temo, pasaré mis últimas horas de vida, atrapado por el infierno que se ha desatado a las faldas del Vesubio

Espero que esta carta (si llega algún día hasta tus manos) sea testimonio del poder de destrucción de las fuerzas de la naturaleza y, tal vez, sirva para completar mi Historia Natural, que yo ya no veré publicada en su edición definitiva. A ti te encomiendo esta misión.

Mapa del golfo de Nápoles

Comienzo mi relato con la descripción de los hechos que acontecieron ayer al mediodía, que tú bien conoces pues los viviste junto a mí. 

 

Había sido una provechosa mañana de estudio que compartimos, interrumpida de vez en cuando por un inusual ajetreo nervioso de los animales, por leves temblores de tierra y lejanos bramidos que parecían salir de las entrañas de la tierra, tan frecuentes en esta región que no les dimos más importancia. Posiblemente eran un anuncio del desastre que estaba por venir.

Pero no nos adelantemos. Tras un almuerzo ligero y después de tomar el sol y bañarnos en agua fría, nos disponíamos a volver a nuestros libros cuando, poco antes de la hora octava [hacia la una del mediodía] escuchamos una gran explosión en la lejanía y tu madre nos advirtió de la fascinante y enigmática nube que se extendía al sur de Miseno: una mole grisácea compuesta por un alargado tronco que ascendía hacia el cielo entre 10 y 12 millas [15 a 20 km], rematado por una descomunal copa redonda que le daba forma de pino gigantesco.

Casi al mismo tiempo llegaba el mensaje de Rectina, la esposa de Baso, alterada por la catástrofe que se cernía sobre Herculano: temblores de tierra continuos, derrumbe de paredes y estatuas y un aire enrarecido. Me explicaba que no había forma de escapar sino era por mar y me suplicaba con vehemencia que acudiera en su auxilio. Intrigado por los prodigios de la naturaleza que había visto com mis propios ojos y los que me explicaban, me propuse armar una flota y partir hacia allí, a estudiar el fenómeno más de cerca y ayudar en lo que pudiera a la evacuación de nuestra estimada amiga. 

Partí en cuanto los vientos fueron favorables. Esos mismos vientos hacían avanzar rápidamente nuestras naves y desplazaban la monstruosa nube en la misma dirección. Entonces, comenzó a caer sobre nosotros una finísima lluvia de piedra pómez y cenizas incandescentes que se precipitaban desde ese negruzco cúmulo que, a medida que nos acercábamos a la costa iba tornando el cielo cada vez más oscuro.

Los terremotos se sucedían cada vez con más frecuencia y sus sacudidas llegaban hasta un mar inusualmente embravecido. El aire se hacía más cálido y fétido, señal de una alta concentración de gases nocivos, lo que dificultaba el aliento, especialmente a una persona como yo, aquejada de problemas respiratorios. 

Aunque mis apreciaciones se han visto limitadas por la lluvia piroclástica, que oscurecía el horizonte y se intensificaba por momentos, pude contemplar la verdadera naturaleza de esta catástrofe. 

El Vesubio, hasta ahora cubierto por hermosas y productivas tierras de cultivo, había dejado de existir. La explosión que desencadenó todo este infierno de fuego y destrucción no se produjo sobre la montaña, sino en su interior. Su cima es ahora un descomunal agujero que todavía expele un barro viscoso y candente que está sepultando absolutamente todo a su alrededor. 

Antes de continuar con mi relato, deja que haga una digresión sobre lo que pueden ser las causas de tan magnífica explosión. Recuerda la descripción de la cima del Vesubio que hacía Estrabón en su Geografía, “por su aspecto parece ceniza y muestra unas grietas que se abren como poros en la superficie. Se podría conjeturar que, en otro tiempo este territorio albergaba cráteres de fuego y que el fuego acabó por extinguirse”. 

Todos preferimos ignorar que bajo tierra todavía latía un corazón destructivo que ha acumulado material aniquilador durante miles de años y que ayer lo expulsó en un estruendo tan inmenso que no debe ser menor al que provocó el hundimiento de la Atlántida.

Aunque todos las hemos ignorado, las señales de este desastre se han multiplicado las semanas, incluso los meses, anteriores. La inusual sequía de pozos y arroyos, los peces muertos flotando en el caudal del río o las humaredas que marchitaban las vides estaban producidas por los gases venenosos contenidos en el interior del Vesubio que salían a la superficie a través de las grietas que se abrían en el suelo.

Los cada vez más continuos temblores de tierra y bramidos que retumbaban desde su interior (y que nosotros mismos oímos en la mañana de ayer) debían ser en realidad los golpes violentos de todo ese material que pugnaba por salir a la superficie a través de la abertura que había utilizado hace miles de años y que permanecía sellada desde hacía siglos, seguramente mucho antes de la fundación de la propia Roma. El gran terremoto que asoló la ciudad en el octavo año del reinado de Nerón [62 d.C.] y que destruyó gran parte de Pompeya debió servir de aviso de la pugna de las fuerzas de la naturaleza por salir al exterior.  

No hicimos caso hasta que la furia de todo ese polvo, cenizas, gases y rocas incandescentes empujaron ayer el tapón que las mantenía bajo tierra con tal fuerza, que lo desintegraron, desparramando sus entrañas ardientes sobre Herculano, Pompeya y Estabia.

Retomo, ahora sí, mi relato en el momento en que nos acercábamos a Herculano. En su costa pudimos distinguir un grupo de desdichados que gritaban y hacían ademanes para que fuéramos a rescatarlos. Los más lo habían dejado todo atrás para intentar salvar, al menos, su vida. Algunos llevaban una simple bolsa con monedas, otros un baúl con sus objetos más preciados, tal vez cubertería de plata, joyas o simplemente recuerdos de sus seres queridos. ¿Qué era tan importante para cada uno de ellos como para llevarlo consigo aunque ello pusiera en riesgo su vida? 

No sé si Rectina se encontraba allí, pero eso no tiene importancia, porque el rescate era imposible. La lluvia piroclástica era cada vez más intensa y hacía hervir el agua del mar, y los terremotos habían cambiado la costa de tal forma que era imposible desembarcar en ella. 

Las cenizas y las rocas expulsadas por el volcán, cada vez más calientes y espesas, comenzaban a cubrir el barco. Los marineros, aterrorizados, me suplicaron que abandonáramos esta misión suicida. “La fortuna favorece a los valientes”, les dije, y los convencí de poner rumbo al sur, hacia Estabia, donde pensé que tal vez podría ayudar a mi buen amigo Pomponiano y a su familia.

Durante el trayecto, el espectáculo que pudimos observar desde el barco en Pompeya era terrible. Centenares de personas se acumulaban en las puertas de la ciudad, cubriendo sus cabezas con sábanas para protegerse del lapilli, el polvillo candente que caía sobe todos nosotros como una fina lluvia. Su huída era lenta, pesada, debido a que respiraban un aire extremadamente caliente y pobre. No pasaba mucho tiempo hasta que caían en lo que parecía un relajado sueño, provocado por el aire tóxico, que les proporcionaba una muerte aparentemente placentera.

Otros infelices habían sido alcanzados por rocas de grandes dimensiones, que viajaban decenas de millas desde el interior del Vesubio hacia el cielo, y después caían con gran estrépito sobre ellos, aplastando sus cabezas y sus miembros. 

Pompeya era un lugar fantasmagórico. Los edificios se derrumbaban por el peso del polvo y las cenizas acumulados, enterrando bajo los escombros a todos aquellos que habían creído, erróneamente, que era más seguro refugiarse en sus casas que salir a la calle. Los incendios se multiplicaban

El fuego era la única iluminación en esa noche sobrevenida. Por toda la ciudad resonaban los gritos de pánico, los aullidos de todo tipo de animales y los desgarradores alaridos de esclavos que todavía permanecían encadenados en sus aposentos y cuyos amos o bien estaban muertos, o habían huido dejándolos a merced de la catástrofe.

A media tarde, el manto de ceniza que se acumulaba por la ciudad comenzaba a enterrar los primeros cadáveres, que se apilaban en las calles, y los edificios de la que fue una de las ciudades más prósperas del sur de Italia. Dudo mucho que quede de ella nada más que el recuerdo cuando sea sepultada bajo el polvo y las rocas.

Tuvimos que echar el ancla porque los fuertes vientos empujaban peligrosamente nuestra nave hacia la costa. Desembarcamos en Estabia, desde donde podía observarse una aterradora visión que se desarrollaba en la cima del Vesubio, si bien está lo suficientemente lejos como para que la situación sea un poco más segura.

Nada más desembarcar me dirigí a calmar a Pomponiano, que ya tenía todo preparado para partir, y le conminé a recapacitar su decisión. Decidimos tomar un baño, cenar y reponer fuerzas esperando a que los vientos fueran más favorables a la mañana siguiente.

Desde nuestros aposentos contemplamos el cada vez más cercano espectáculo de fuego que se desarrollaba en la cima del Vesubio. Los seísmos eran cada vez más cercanos y el mar parecía devorar la línea de costa, al tiempo que las rocas y el fuego vomitado por la montaña continuaban cayendo sin descanso.

Durante la noche, todo parecía haber terminado. La lluvia piroclástica que nos ha intoxicado durante todo el día ha cesado y hemos ido a dormir confiando en una mejoría que nos permitiera salir por la mañana.

De madrugada, los sirvientes me han despertado alarmados porque la lluvia de piedras y cenizas había vuelto a empezar. Se oyen historias terribles. Por la noche, la montaña ha dejado de sostener la nube de fuego sobre su cumbre y todo el material se ha desplomado sobre la ladera, alcanzando a Herculano y a Pompeya.

Cuentan que inmensas olas de polvo y ceniza suspendidas en un aire extremadamente ardiente se han cernido a gran velocidad sobre esas ciudades y que miles de personas han sucumbido abrasadas de manera inmediata, como si las hubieran encerrado en un horno. Los testigos hablan de cuerpos asados por dentro, petrificados en su último gesto en vida, la mayoría con las manos frente a la cara, como queriendo protegerse de ese azote.

Ante el temor a que estas olas mortales alcancen Estabia o que la acumulación de ceniza acabe por derribar la propia casa en la que nos hallábamos, sus habitantes me han preguntado cuál era la mejor manera de proceder. Hemos convenido bajar a la playa y estar preparados para zarpar

Esta mañana el viento y las corrientes siguen empujando hacia la costa, así que hacen el mar innavegable. La temperatura del aire es cada vez más elevada y me cuesta cada vez más respirar, de mi boca solo salen resoplidos y jadeos. Los pulmones me arden, siento una pequeña parte del sufrimiento que han padecido los infelices de Pompeya y Herculano. Por momentos parecía que se acababa el mundo, pero ahora creo que todo pasará. Y cuando toda esta oscuridad se desvanezca y se disperse el humo y la nube de calor asfixiante volverá a verse la luz del sol en el cielo y el día brillará. Pero creo que será demasiado tarde para mí.

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