El Protocolo de Madrid se firmó el 4 de octubre de 1991. Fue el resultado de una larga lucha que se remonta años atrás.
Apesar de que ningún ser humano puso un pie en el helado suelo de la Antártida hasta el siglo XIX, los eruditos de la Antigüedad ya habían anticipado su existencia, y es precisamente allí donde reside el origen etimológico de su nombre. Guiados por el presupuesto de que la tierra era redonda, los sabios de la Grecia clásica teorizaron que el globo terráqueo debería estar equilibrado por dos continentes en los extremos norte y sur. Al más septentrional se le bautizó con el nombre de «Arktos», oso, en referencia a la posición de la constelación de la Osa Mayor. En consecuencia, el supuesto continente meridional recibió el nombre de «Antarktos», añadiendo el prefijo «ant» para indicar lo opuesto al «arktos».
No fue hasta el siglo XIX cuando los únicos habitantes de la Antártida —hasta entonces, su fauna— empezaron a ver cómo las primeras personas se acercaban a las costas. Cazadores de focas y balleneros frecuentaron sus mares durante toda la centuria e incluso llegaron a desembarcar en el inhóspito territorio, y empezó a crecer el interés por este nuevo continente. Tras la épica conquista del Polo Sur protagonizada por Amundsen y Scott en 1911 y superado el dramático impasse de las grandes guerras del siglo XX, distintos países empezaron a enviar grandes expediciones científicas a la Antártida hacia finales de 1940.