Viajes del National Geographic 24 de julio de 2022

 

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Domingo 24 de julio de 2022

Josan Ruiz

Josan Ruiz

Director de Viajes National Geographic

En las profundidades del Gran Cañón

 

El Gran Cañón del Colorado puede resultar más difícil de atravesar que una cordillera. A lo largo de 440 km, este río de 2333 km de longitud, que drena un territorio tan extenso como la Península Ibérica, ha abierto un foso de hasta 29 km de ancho y 1600 metros de profundidad. Sus laderas rocosas son un conjunto de precipicios, anfiteatros, oteros, pendientes, riscos y otras formaciones que a mediodía parecen aplastarse contra las paredes, como si temieran el ardor del sol. Pero en las horas extremas del día, la infinita sucesión de biombos se pinta de rojo, rosa, verde, pardo, naranja, malva y otros muchos colores, configurando uno de los paisajes más extraordinarios de la Tierra.

La existencia de tan tremendo abismo no se sospecha hasta que uno llega y se asoma a él. Otra sorpresa es que, dentro del parque nacional, los bosques se extienden hasta el borde de los acantilados. La cornisa norte, más húmeda y fría, discurre a 2500 metros de altitud y suele estar nevada entre octubre y mayo. La cornisa sur se alza por encima de 2000 metros, en la llamada Meseta de Coconino. En esta zona, la más visitada del parque, prolifera el roble de Gambel. Se trata de un árbol de porte discreto, adaptado a los veranos calurosos y secos, cuyas raíces crecen en sentido horizontal y emiten brotes que se transforman en nuevos árboles. Decenas de ejemplares pueden compartir así una madeja de raíces común. Ese sistema radicular le permite al roble de Gambel recuperarse además con facilidad tras un incendio. Las ardillas almacenan sus bellotas, que también ingieren los ciervos. Los indios las consumían a su vez, si bien prefieren los piñones del pino piñonero (Pinus edulis), uno de sus alimentos básicos, que incluso hoy se comercializan en ocasiones como “indian nuts”. Con la resina de este árbol los indios impermeabilizaban sus cestos de fibras vegetales trenzadas y obtenían recipientes aptos para contener líquidos.

El Heard Museum, en Phoenix, la capital de Arizona, muestra la heroica adaptación de las tribus indias del sudoeste de Estados Unidos a un territorio árido y de temperaturas extremas. Asombra la belleza de los tejidos, los enseres o las joyas. Una colección de más de 400 kachinas, las muñecas ceremoniales de los indios hopi, acapara las miradas. Estas figuras talladas en raíz de álamo y caracterizadas simbólicamente representan a entes que traen la lluvia y actúan como mensajeros entre los seres humanos y el mundo espiritualKachina significa “portadora de vida”. El Heard Museum también expone obras contemporáneas de artistas indígenas y recuerda el drama de los miles de niños indios trasladados, a menudo por la fuerza, a las escuelas estatales para «civilizarlos». Un antiguo sillón de barbero donde decían adiós a su cabellera preside una sala al modo de una silla eléctrica. Profecías de los indios hopi auguraban sin embargo que los blancos se dejarían un día el pelo largo y abandonarían las ciudades para vivir en la tierra, como los indios. En 1982, la innovadora película Koyaanisqatsi (“Vida fuera de equilibrio” en idioma hopi), orquestada con música de Philip Glass, destacaba otras más inquietantes: “Excavar las riquezas de la tierra es cortejar el desastre” y “Al acercarse el día de la purificación, se tejerán telarañas de un extremo a otro del cielo”.

Hopi significa “la gente pacífica”. Esta tribu, como los pueblo y los zuñi, es heredera de la cultura anasazi, mucho más campesina que cazadora. A diferencia de sus descendientes, los anasazi no conocieron el caballo, el mulo ni la pólvora, y se desenvolvieron en un mundo sin herramientas metálicas ni ruedas de madera. Construyeron poblados de adobe en enclaves impresionantes, encaramados en paredes de cañones o cornisas, aprovechando cavidades de la roca. Eso les brindaba protección adicional ante la lluvia o la nieve y atenuaba el contraste de temperaturas entre noche y día o entre verano e invierno. El maíz, los frijoles y las calabazas, cultivados en los alrededores, constituían su principal sustento. Pero la irrupción de los navajos y los apaches, originarios de Canadá y habituados al saqueo, o acaso una grave sequía, les hizo abandonar sus poblados a partir del siglo XIV. Anasazi (“antiguos enemigos”) es de hecho una palabra navaja.

Cuando nuestro hijo Éric tenía 18 años nos anunció que las vacaciones futuras preferiría pasarlas por su cuenta, de modo que ese verano alquilamos una autocaravana para recorrer juntos los parques nacionales de la Meseta de Colorado. Fue el último capítulo de los viajes en familia que habíamos realizado con él y su hermana mayor desde que eran pequeños. El reportaje que protagoniza la portada del número 269 de Viajes National Geographic, recién aparecido, presenta esencialmente aquella ruta.

Tras aterrizar en Phoenix, pasamos dos días en Sedona disfrutando de baños en las pozas del Oak Creek Canyon y recorriendo las alucinantes montañas de arenisca de los alrededores. Luego partimos de ese enclave entre artístico y hippie para dirigirnos al Parque Nacional del Bosque Petrificado y continuar hacia el Cañón de Chelly. Los navajo reemplazaron a los anasazi en los habitáculos rupestres de ese cañón y prosiguieron con sus tareas agrícolas. Pero en 1805 fueron masacrados por los españoles. Y en 1864 las tropas de Kit Carson asolaron los campos y talaron todos los frutales. Hoy el Cañón de Chelly es territorio navajo y forma parte de la gran reserva de esa tribu, que incluye también Monument Valley. Navajos son por tanto los guías que conducen los vehículos autorizados para recorrer las pistas de Monument Valley o los que organizan las travesías a pie o a caballo (solo se paga en cash). El carácter seminómada de este pueblo aún se refleja en las caravanas que le sirven de morada y en la precariedad de las viviendas.

Donde mejor puede rastrearse el legado de los anasazi es en el Parque Nacional de Mesa Verde. Esta meseta rocosa culmina en Park Point (2613 m). Hoy la tapizan pinos y enebros, pero a partir del siglo VI los anasazi roturaron los bosques en la cima de la mesa para cultivar alimentos. Ante la ausencia de cursos de agua, la cosecha dependía por entero de las lluvias que pudiesen caer en verano. Los anasazi habían desarrollado variedades de maíz especialmente adaptadas a la sequía y enterraban las semillas a notable profundidad para que las raíces pudiesen acceder a un sustrato más húmedo. Las primeras viviendas se erigieron en la cumbre de la meseta, junto a los campos, pero a partir del siglo XII comenzaron a edificar sus poblados en las grandes oquedades de la cornisa.

El más espectacular de los que se visitan es Cliff Palace (Palacio del Acantilado), en una cavidad de 88 metros de largo por 27 de hondo y 18 de alto, emplazada a 2075 metros de altitud. Unos 150 edificios se arraciman en ese gran balcón, incrustado en el rocoso sobreático de Mesa Verde. A algunos de ellos solo se accedía mediante escalas, en ocasiones por paredes vertiginosas. Los más pequeños se destinaban a almacenar alimentos. Los arqueólogos solo consideran viviendas los que contaban con una chimenea en su interior (una quinta parte de las edificaciones). Las habitaciones más intrigantes son las kivas, de las que Cliff Palace cuenta con 23. A estas estancias circulares excavadas se descendía desde el suelo de la aldea a través de una abertura superior que también servía de chimenea. En un agujero redondo no lejos del centro ardía la hoguera. Un pequeño muro deflector prevenía que el conducto de ventilación para la entrada de aire fresco, abierto en la pared más próxima al fuego, no incidiera directamente sobre él y avivase las llamas.

Para los hopis actuales, entrar en la kiva significa cambiar de plano o de tiempo, y así debió ser también para los anasazi, especialmente en los fríos inviernos de Mesa Verde, con las montañas nevadas y la cosecha en los graneros. Kokopelli, el dios anasazi de la fertilidad, la música y la fiesta, era invocado entonces. Justo en el centro de la kiva se halla el sipapu, un pequeño agujero cubierto con un trozo de madera que se destapa durante los rituales. Según la mitología hopi y la de los indios pueblo y zuñi, por ese agujero entraron los primeros seres en este mundo. En cuanto salieron del sipapucambiaron su forma de lagarto por otra humana. A continuación, comenzaron a dividirse y separarse, dando lugar a las tribus. El sipapu primigenio, del que el centro de la kiva es una réplica a pequeña escala, se halla bajo el Gran Cañón. El Colorado que excava infatigablemente la tierra, sacando a la luz sus estratos más profundos, conecta así con el mundo subterráneo. El sipapu de la kiva, a su vez, abre una puerta para comunicarse con los muertos, los no nacidos o el mundo de los antepasados. La palabra sipapu se emplea asimismo coloquialmente para designar el sexo de la mujer.

A partir de Mesa Verde, rumbo al fabuloso Bryce Canyon, una rueda reventada en la autocaravana nos obligó a detenernos en Koosharem, una modesta localidad de apenas 300 habitantes, donde nos atendieron con suma amabilidad y se negaron a aceptar la más mínima retribución. Parecía como si el espíritu de comunidad de los pioneros del oeste siguiera vivo en esa inmensa tierra.

Cuando John Wesley Powell atravesó por primera vez el Gran Cañón en su mítica expedición con botes de remos de 1869, el equipo se desanimaba cada vez que encontraba un nuevo afluente cuyas aguas, espesas por su carga de sedimentos, eran imbebibles. Los nombres con que bautizaban a esos ríos reflejan sus impresiones: Dirty Devil (sucio diablo), Starvation (inanición), Muddy (fangoso), Stinking (apestoso)... Hasta que, en mitad del cañón, un afluente asombrosamente cristalino fluía desde el norte. John Wesley Powell lo llamó Bright Angel (ángel resplandeciente), en alusión al ángel del Paraíso perdido de Milton. Bright Angel hoy da nombre también al centro de visitantes del parque nacional y a un camping, así como al famoso sendero que comunica las dos orillas del cañón con ayuda de un puente colgante.

Algo más abajo de Bright Angel, pero por el sur, desemboca el Havasu, el segundo mayor afluente del Colorado dentro del parque nacional. Este río de aguas turquesas forma unas cataratas de suma belleza, entre pozas de travertino. Y en el cañón de Havasu habitan los indios havasupai, el «pueblo de las aguas verdiazules». Cuando el sacerdote Francisco Tomás Garcés llegó a este paraje en 1776 halló una tribu de 320 individuos, tan hospitalarios que le agasajaron con una fiesta de cinco días. Garcés fue quien dio su nombre al Colorado. Los havasupai comerciaban con los hopi y cultivaban maíz, fríjoles, calabazas y girasoles. Pero la creación del parque nacional en 1919 dejó a la tribu sin apenas territorio y privada de caza, condenada a la extinción. Tras una ardua batalla legal, en 1975 se les reconocieron sus derechos a la tierra que habitaban desde hacía al menos siete siglos.

Gracias a la belleza de las cataratas, el turismo es hoy el principal medio de vida de los havasupai. Para verlas hay que caminar 13 km hasta llegar a Supai –el único pueblo de Estados Unidos adonde el correo llega en mula– y avanzar luego 4 km más por el cauce. Las plazas para acampar o alojarse tienen que reservarse con bastante antelación en la web de la tribu, si bien la COVID mantiene suspendidas las visitas y no se prevé que estas se reanuden hasta 2023. En el cañón de Havasu escasean las comodidades, pero bañarse en las pozas de travertino viendo fluir el agua turquesa entre las rojas paredes de arenisca tiene algo de retorno al paraíso.

 

 

 

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