El astrónomo británico Fred Hoyle fue reconocido internacionalmente por acuñar el término nucleosíntesis estelar, el proceso según el cual las reacciones de los núcleos de los átomos de las estrellas transformaron los elementos básicos en otros más complejos. Por ejemplo, el hidrógeno, cuyo núcleo atómico está formado normalmente por un protón, daría lugar al helio, que suele formarse a partir de las reacciones de los núcleos de hidrógeno con otras partículas. De las reacciones de helio puede formarse el carbono. Y de este, el nitrógeno, y así sucesivamente.
En otras palabras, Hoyle y su equipo dieron con una suerte de manual de instrucciones para configurar los ladrillos básicos que conforman toda la materia de la que está hecha el universo. Una revelación lo suficientemente importante como para merecer un Nobel. Pero el reputado científico siempre estuvo envuelto en cierta polémica, principalmente por su negativa a aceptar la teoría del Big Bang, un término que, paradójicamente, acuñó él mismo en 1945 en una entrevista a la BBC con el fin de desacreditar la teoría de la expansión del universo. Quizá por ello no recibió el Nobel, que sí recogió en 1983 su colega William Alfred Fowler, coautor de tu tesis sobre la materia primigenia del cosmos.
Además del Big Bang, una de las mayores obsesiones del polémico astrofísico fue el origen de la vida en la Tierra. ¿Cómo surgieron las moléculas orgánicas que dieron lugar a los primeros organismos? ¿Cómo pudo aquella masa de material incandescente que era nuestro planeta primigenio dar lugar a la vida? Durante toda su carrera, Hoyle sostuvo que la vida no pudo originarse en la Tierra, sino que necesariamente procedía del espacio. Rechazaba tajantemente la teoría de la ‘sopa primigenia’, según la cual la existencia de un ‘caldo de cultivo’ de sustancias y condiciones meteorológicas favorables sintetizaron las primeras moléculas orgánicas que acabarían originando la vida. Para él, aquella teoría era demasiado simple, y no explicaría la complejidad de formas de vida que fue tejiéndose a lo largo de eones de evolución. La única alternativa plausible era que la vida procediera del espacio exterior, una hipótesis que se conoce con el nombre de panspermia.
En este sentido, del mismo modo que a Hoyle nunca le valieron las pruebas que demostraban las teorías del Big Bang y la expansión del universo, jamás aceptó que la vida pudiera surgir por generación espontánea. A lo largo de toda su carrera defendió con uñas y dientes que la información genética originaria ya estaba en nuestro planeta antes de la aparición de los primeros organismos, como si se tratase de un mensaje con instrucciones que alguien había enviado desde el espacio.
Si bien la teoría del Big Bang ha sido largamente demostrada a lo largo de todo este tiempo, el origen de la vida en nuestro planeta sigue siendo una incógnita, con lo que la hipótesis de la panspermia ha cobrado fuerza a raíz de las últimas investigaciones. Hoy, más de dos decenios después de la muerte del famoso y polémico astrofísico, un estudio científico publicado hace unas semanas en la revista Nature ha demostrado la existencia de componentes esenciales del ARN y el ADN en el interior de 3 meteoritos ricos en carbono.
Los autores de la investigación sugieren que estos compuestos pudieron generarse a partir de reacciones fotoquímicas en el medio interestelar mucho antes de la existencia del sistema solar. Según ellos, llegaron a nuestro planeta a bordo de meteoritos, lo que refuerza la teoría de que la vida llegara a nuestro planeta desde el espacio exterior.
Ante noticias como esta, no puedo más que preguntarme cuál habría sido la reacción de Hoyle a este descubrimiento. Quizá por su obsesión sobre el tema, o por su afición a la ciencia ficción, género del que también fue un prolífico escritor, el astrofísico llevó su teorización sobre la panspermia mucho más allá. Para él, nuestra existencia sería la consecuencia de la intervención en nuestro planeta de algún tipo de inteligencia cósmica, quizá de una civilización extraterrestre procedente del otro extremo del espacio interestelar que pudo sucumbir a un cataclismo. Antes de desaparecer, se habría desintegrado en elementos básicos para la vida y dispersado a lo largo y ancho del universo con la esperanza de volver a integrarse en algún planeta lejano.
Si eso fuera cierto, no habríamos aprendido la lección. Se estima que los primeros seres vivos aparecieron en la Tierra hace más de 3.500 millones de años. Los humanos llevamos mucho menos tiempo en un planeta del que nos hemos adueñado plenamente, un reducto de vida en mitad del universo que no dudamos en explotar aun a sabiendas de que es nuestro único refugio. Mientras tanto, parece que lo único que nos importa es encontrar otros mundos habitables, sin pararnos a pensar que nuestra improbable existencia es en realidad un milagro de la naturaleza. Sin detenernos un instante a pensar en quiénes somos realmente, de dónde venimos. Como decía Siniestro Total:
¿Cuándo fue el gran estallido?
¿Dónde estamos antes de nacer?
¿Dónde está el eslabón perdido?
¿Dónde vamos después de morir?
¿Qué son los agujeros negros?
¿Se expande el universo?
¿Es cóncavo o convexo?
¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos?
¿Adónde vamos?
¿Estamos solos en la galaxia o acompañados?
[...]
¿Tú también te has hecho estas preguntas alguna vez? Si es así, te interesará saber que esta semana se ha conseguido la primera imagen de Sagitario A*, el agujero negro ubicado en el centro de la Vía Láctea. Además, te dejamos otros descubrimientos astronómicos realizados recientemente:

|